Crítica de El salto de Darwin
El dramaturgo franco-uruguayo Sergio Blanco estrena en el marco del Festival de Otoño una obra que, en sus palabras, “es un texto de reconciliación con la experiencia lingüística, ya que es una obra en donde hago las paces con mi lengua materna”. El contexto elegido es una guerra, la de las Malvinas, cuyo final coincide con la acción de unos personajes que emprenden un viaje para esparcir las cenizas de un joven soldado que es también hijo, hermano, cuñado y novio. Por qué pocos días no hubiera conservado la vida, que el espectador reconstruye a través de los recuerdos de los suyos… qué frágil es el límite entre la guerra y la paz, los acuerdos y los desacuerdos, la esperanza y la frustración, el español y el inglés que, aunque Sergio Blanco quiera volver a su lengua materna, entra con fuerza en la escena para unir y reunir las fragilidades de los hispanohablantes.
Especial fuerza tiene la primera media hora de la obra, adaptada para la ocasión por Natalia Menéndez, que también firma la dirección. Los cuatro actores son creíbles, emocionan; reconocemos las ganas de vivir y de buscar al otro para superar el dolor desde la ternura del recuerdo sin caer en el sentimentalismo. Tres personajes (madre, padre y hermana/hija superviviente) que viajan en un Ford Falcon de 1971 en compañía del joven novio de la hija, que es uno más de la familia -pero no lo es-. Encajan perfectamente los afectos, las añoranzas, la cotidianeidad de unos actos que abrigan una estructura profunda de muchos años de crianza, de convivencia, de ausencias. Cualquier objeto, cualquier anécdota del ausente lo hace eterno y presente. No podemos imaginar otra madre que no sea Goizalde Núñez, tan entera y perpleja, cariñosa y huérfana; un padre -grande Jorge Usón- que se sabe marido, pero no llega a confortar y que mantiene -o quiere mantener, con la ayuda del yerno- la unidad armoniosa del grupo. Los tres jóvenes que les dan réplica tienen personalidades definidas, coherentes y proyectan sin saberlo el pasado y el futuro del matrimonio viajero: Juan Blanco, Olalla Hernández y Cecilia Freire saben medirse con la veteranía de sus compañeros de reparto formando un todo homogéneo que compacta la representación.
La iluminación contribuye eficazmente a marcar los tiempos de la narración, desde el amanecer a la noche cerrada. Es un fin de semana de junio de 1982 que se va desgranando casi por horas, con el apoyo de la proyección para recrear el coche en viaje por la Ruta Nacional N° 40, aunque en algún momento se produzca cierta confusión en los tempos. La puesta en escena es, en palabras de Menéndez, “lúdica, performática, simbólica, feroz… Ambientada en los años 80 tanto en la música, como en ciertos momentos de la creación de vídeo, vestuario, atrezo y escenografía”.
Es un texto sobre la evolución: de un país, de la historia, de la Humanidad, de la familia y de cada humano. Y también sobre la evolución del humor al dolor y viceversa. Una obra llena de cruces y símbolos que seguro cambiará con otra adaptación o versión escénica y que, aun así, apetecerá volver a verla.
Sinopsis
El salto de Darwin sucede el segundo fin de semana del mes de junio de 1982, durante el cual se libra la última batalla de la Guerra de las Malvinas, que culmina con la rendición del 14 de junio. Toda la acción se desarrolla en distintos paisajes de la Ruta Nacional N°40, que recorre Argentina de norte a sur. Cada una de las escenas transcurre en torno a un Ford Falcon del año 1971, en el cual el Padre, la Madre, la Hija y su Novio atraviesan el país para esparcir las cenizas del hijo recientemente asesinado en la batalla que ha tenido lugar en la localidad de Puerto Darwin. Dicho Ford Falcon remolca una pequeña caravana con capacidad para cuatro personas, sobre cuyo techo es posible ver al Espectro del Hijo Muerto que, con su guitarra eléctrica, entona diferentes temas musicales de los años 80. Cada vez que lo hace -y a medida que la ruta se aproxima al sur-, un viento suave empieza a levantarse. El mismo viento que viene de Beirut, Saigón, Bagdad, Kabul, Kosovo, Troya… El mismo viento que finalmente terminará trayendo una vez más a Kassandra.
Equipo
Autoría
Sergio Blanco
Dirección
Natalia Menéndez
Ayudante de dirección
Pilar Valenciano
Adaptación
Natalia Menéndez, Ruveni Ellawala, Fer Muratori (Voces En Off)
Reparto
Juan Blanco, Cecilia Freire, Olalla Hernández, Teo Lucadamo, Goizalde Núñez, Jorge Usón
Escenografía
Monica Boromello, Mambo Decorados
Ayudante de escenografía
Bruno Praena
Iluminación
Juan Gómez-Cornejo
Música
Luis Miguel Cobo (coach musical), Teo Planell
Fotografía
Esmeralda
Vestuario
Antonio Belart
Ayudante de vestuario
María Maraver
Realización de vestuario
Sastrería Cornejo
Festivales
Festival de Otoño de la Comunidad de MadridUna Coproducción Del Teatro Español y Entrecajas en colaboración con el Festival de Otoño de la Comunidad de Madrid
Video escena
Álvaro Luna, Bruno Praena
Web
https://www.teatroespanol.es/el-salto-de-darwin
Idioma
Castellano
Fecha del Estreno: 10/12/2020
Teatro: Naves Español en Matadero
Sala: Sala Max Aub - Nave 10
Duración en minutos: 95
Género Road teatro, Tragicomedia
En los Medios Julio Bravo, abc.es, «El salto de Darwin», un viaje transformador con Las Malvinas como telón de fondo”. Natalia Menéndez dirige en las Naves del Español la obra de Sergio Blanco, con la que se cierra el Festival de Otoño de Madrid Alberto Ojeda, elcultural.com, ‘El salto de Darwin’, evolución vs guerra. Natalia Menéndez escenifica la obra de Sergio Blanco en las Naves del Español después de años de preparativos con una aspiración básica: mostrar que la verdadera evolución humana pasa por el altruismo. Juan José Iglesias, “La tragicomedia ‘El salto de Darwin’ de Sergio Blanco llega a Matadero”. Natalia Menéndez dirige esta tragicomedia que presenta el viaje de una peculiar familia con la guerra de las Malvinas como telón de fondo. Entrevista en el archivo entre Natalia Menéndez y Sergio Blanco (programa de mano descargable en la sala del espectáculo en formato QR)Entrevistas
El salto de Darwin
«Los cuatro actores son creíbles, emocionan; reconocemos las ganas de vivir y de buscar al otro para superar el dolor desde la ternura del recuerdo sin caer en el sentimentalismo. (…). Encajan perfectamente los afectos, las añoranzas, la cotidianeidad de unos actos que abrigan una estructura profunda de muchos años de crianza, de convivencia, de ausencias. Cualquier objeto, cualquier anécdota del ausente lo hace eterno y presente.»
Carmen González
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