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Crítica de El chico de la última fila

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Fernando Doménech Rico, Sergio Santiago Romero
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Juan Mayorga es ya un clásico. Y El chico de la última fila, estrenada en 2006, es una de sus obras mayores, probablemente una de las que van a permanecer durante mucho tiempo en los escenarios. El autor la define como “una obra sobre padres e hijos, sobre maestros y discípulos, sobre personas que han visto demasiado y personas que están aprendiendo a mirar. Una obra sobre el placer de mirar las vidas ajenas y sobre los riesgos de confundir lo vivido con lo imaginado, una obra que quiere hacer teatro del acto mismo de imaginar”.

Siendo esto una buena presentación de la obra, no descubre toda la riqueza de matices que se puede encontrar en ella. El chico de la última fila es, además de lo que indica Mayorga, una profunda reflexión acerca de la enseñanza, y no a través de tristes tópicos sobre lo que saben o no saben los estudiantes o lo que hacen al salir de clase, sino centrada en lo que es un proceso educativo, esa extraña y magnética relación entre el profesor y el alumno, que aquí se van transformando en el maestro y el discípulo. Porque, si bien el ámbito en que se desarrolla la acción es una clase de Bachillerato en un instituto de la actualidad, lo que nos va contando podría trasladarse sin apenas cambios a un taller de pintura del Renacimiento o a una clase de música en la Viena del Clasicismo.

Pero esto no es todo: a la vez la obra nos plantea un debate acerca de la naturaleza y la ética de la ficción. ¿Hasta qué punto es real lo que observamos y lo que acaba plasmándose en la escritura? ¿Sustituimos lo que vemos por lo que imaginamos? ¿Es nuestro deseo el auténtico creador de nuestras historias? Y, en todo caso, ¿tenemos derecho a utilizar a los demás para nuestras fantasías?

No menos importante es la reflexión acerca de los límites del arte, y muy especialmente del arte moderno, en donde el gesto ha sustituido a la obra y la palabrería al análisis. Este aspecto, que aparentemente es un contrapunto cómico al tema central, es, sin embargo, fundamental para entender la obra en toda su complejidad.

Todo ello junto podría dar como resultado un auténtico tostón capaz de dormir al público más dispuesto a entrar en la caverna de la filosofía. Por el contrario, El chico de la última fila es una obra apasionante: Juan Mayorga sabe dosificar a la perfección la intriga y sacar emoción de una anécdota banal. Pero sabe hacerlo con humor, un humor refinado que hace que sus personajes sean a la vez risibles y cercanos, insufriblemente pedantes y endiabladamente inteligentes.

Lo dicho: un clásico.

Andrés Lima ha conseguido una puesta en escena eficacísima con una estética de teatro pobre: unas cortinas no especialmente bonitas, un sofá, cuatro sillas y algunos elementos de atrezzo. Con ellos y con un brillante juego de luces, logra un ritmo sostenido y un juego de planos (el de la realidad y el de la escritura) sin aparente esfuerzo. Los actores responden con solvencia, pero hay que resaltar la labor de Guillermo Toledo, en uno de sus mejores trabajos hasta la fecha. Su composición de Rafa padre es todo un modelo de cómo crear un personaje cómico sin caer en la caricatura.

EMPAREJAMIENTO IMPROBABLE

Crítica teatral de Sergio Santiago Romero

El chico de la última fila es, con toda probabilidad, la obra más estrenada, traducida y referenciada de la producción de Mayorga, que es, a su vez, uno de los dramaturgos más notables de nuestro tiempo. En una conversación cualquiera entre dos de sus personajes —Rafa y Claudio—, irrumpe una palabra que, a la postre, suscitaría toda una teoría dramática: la elipse, lo contrario de la hipérbola. Este sutil deslizamiento convierte la obra en la obertura sinfónica de una nueva manera de entender el teatro de texto. Y por todo lo anterior nos encontramos ante una pieza clave, casi angular, del teatro mayorguiano: un clásico contemporáneo que será estudiado, leído y representado durante décadas. Buero Vallejo vivió un éxito similar con Historia de una escalera, obra a la que llegó a tener una auténtica ojeriza, precisamente porque su notoriedad ensombreció el resto de la magnífica dramaturgia bueriana. Este es, indudablemente, un riesgo; pero me atreveré a correrlo para repetir algo ya sabido: El chico de la última fila es un texto soberbio. Volver a ver la obra, representada este octubre en el María Guerrero, no ha hecho sino confirmar la admiración que sentí la primera vez que contemplé este magistral ejercicio. La construcción de los personajes antecede el virtuosismo de Mayorga en este terreno —pensemos en la compleja Reikiavik y ese prodigio escénico que es El cartógrafo—, al tiempo que irrumpe uno de sus temas más queridos: la incomunicación y su relación con el bello oficio de engarzar palabras, asunto que aparece con fuerza también en Cartas de amor a Stalin, La lengua en pedazos y El crítico, por poner solo tres ejemplos. Y de fondo, dos nociones. La primera, la elipse como forma dramática, como ejemplo perfecto de aquello que Mayorga teorizaría años después en su prosa ensayística: la obra es el acontecimiento que se da entre dos focos alejados; dos focos entre los que existe un espacio  “que no es el vínculo de dos objetos  distantes, sino el lugar tenso y denso creado por un emparejamiento improbable”. La segunda noción es lo siniestro freudiano, empleado como motor dialéctico de la trama, pues Claudio es uno de los personajes más inquietantes de nuestro teatro actual.

Estos mimbres ponen fácil a cualquier director la posibilidad de salir airoso de un  estreno de esta obra, por más que la pieza también encierre dificultades dramatúrgicas, sobre todo las asociadas con la cohabitación espacial de líneas temporales diferentes, y con la existencia de personajes que se encuentran simultáneamente en dos tiempos a la vez. Pero Andrés Lima ha sabido resolver con indudable acierto esas curvas del  texto mayorguiano; es más, ha conseguido hacer de la dificultad uno de los mejores hallazgos de su propuesta. El montaje estrenado estas semanas en el María Guerrero —se vio en 2019 en la sala Beckett de Barcelona y debería haber llegado a Madrid a finales de la frustrada temporada pasada— tiene dos aliados fundamentales en la tarea de hacer transparente la complejidad estructural del texto de Mayorga: la luz y el espacio. Tanto la escenografía, firmada por Beatriz San Juan, como la iluminación de Marc Salicrú conspiran a favor de la obra. San Juan define una topografía dual gracias a una cortina de gasa móvil —sube y baja, se adelanta y retrasa, se abre y se cierra— que, a priori, diferencia los dos ámbitos en que sucede la obra, a saber, la casa de Rafa, por un lado, y  por otro la casa del profesor y el aula de bachillerato donde imparte literatura. Tras la veladura, un elemento único domina el espacio doméstico: el sofá, a veces cama. Los dominios del profesor se insinúan también de forma metonímica con unos pocos elementos muy significativos: libros arrumbados por doquier y una mesa. Pero esta distinción espacial resultaría inútil si el director hubiera pretendido mantenerla siempre definida, precisamente porque el personaje de Claudio es un gozne, un intermediario entre los dos tiempos  y los dos territorios, que se  fusionan al ritmo de su capricho.  Para esa deliciosa mezcolanza entra en acción la  luminotecnia de Salicrú, que se apoya en la luz violeta para generar cuadros emborronados y evanescentes tras la gasa; escenas de familia que se harán nítidas progresivamente, pero siempre con una especial atención a distinguir los personajes de la familia de Rafa  y al profesor y su mujer. Unos focos laterales bajos blancos adecuadamente dirigidos consiguen que, durante la mayor parte de la obra veamos a los personajes de la familia con una luz más clara que a los otros, como corresponde a seres que nosotros vemos a través de la mirada de Claudio.

En cuanto a las interpretaciones, no  hay duda de que la obra, como muchas otras de Mayorga, se apoya en una pareja de personajes tensionados por una relación confusa. Estos personajes son aquí Germán, el profesor, encarnado brillantemente por Alberto San Juan, y Claudio, el discípulo aventajado, a quien pone cuerpo y voz una joven promesa de nuestros escenarios, Guillem Barbosa. Ambos están impresionantes en su mano a mano dialéctico,  aunque San Juan sabe ceder espacio en esta faena al alimón para que Barbosa luzca su más que notable talento. Entre los miembros de la familia, destaco la aparición de Guillermo Toledo en el papel de Rafa padre: está contenido  y correcto durante toda la función, manteniendo a raya la posibilidad, tan tentadora, de caer en la esperpentización del personaje. Lima y Toledo son fieles a Mayorga en esta decisión, pues el dramaturgo nos da en la pieza, por boca de Germán, algunos sabios consejos sobre la correcta utilización de la sátira. Tal vez esta obra requiere que a la mujer del profesor, en este caso interpretada por Natalie Pinot, se le conceda más espacio —o más gravedad—, porque es un personaje vertebrador que, de lo contrario, puede quedar desdibujado, como sucede un poco en la propuesta de Lima.

Se trata de un montaje al que es difícil poner pegas. Quizás hubiera sido una buena decisión por parte de Lima dar más importancia a la escena de la pizarra vacía —todo un símbolo filosófico sobre la educación y la construcción de la identidad—, pero comprendo también que se haya inclinado por aligerar la escena en determinados momentos para dar fluidez al espectáculo. Hay  que verla, sobre todo porque «de Mayorga» empieza a tener entre nosotros el mismo significado que tenía para los madrileños del Seiscientos la expresión «de Lope»: un marchamo de indiscutible calidad.

 


Sinopsis

Germán, profesor de Literatura, descubre en la redacción de uno de sus
alumnos una capacidad literaria que lo incita a animar a Claudio, el chico de la última fila, a seguir desarrollando una narración que poco a poco se va volviendo más inquietante. El profesor, intrigado y fascinado, no se decide a cortar la historia.


Equipo



Autoría
Juan Mayorga


Dirección
Andrés Lima




Producción
Sala Beckett, Guillem Barbosa, Pilar Castro, Arnau Comas, Natalie Pinot, Alberto San Juan, Guillermo Toledo




Reparto
Guillem Barbosa, Pilar Castro, Arnau Comas, Natalie Pinot, Alberto San Juan, Guillermo Toledo
Escenografía
Beatriz San Juan




Iluminación
Marc Salicrú




Espacio Sonoro
Jaume Manresa
Fotografía
Luz Soria






Vestuario
Miriam Compte
























Idioma
Castellano








Fecha del Estreno: 14/10/2020

Teatro: Teatro María Guerrero. Centro Dramático Nacional

Sala:  -

Duración en minutos: 110

Género  Comedia, Comedia dramática filosófica

En los Medios

Raúl Losánez: «El chico de la última fila”: La extraña naturaleza de la ficción» La Razón 

José Miguel Vila: «El chico de la última fila’: realidad y ficción frente a frente» Diario Crítico


El chico de la última fila

«Hay que verla, sobre todo porque «de Mayorga» empieza a tener entre nosotros el mismo significado que tenía para los madrileños del Seiscientos la expresión «de Lope»: un marchamo de indiscutible calidad.»

Fernando Doménech Rico

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